El club de los emperadores

A partir de un relato corto de Ethan Canin, la película arranca con la llegada de un profesor a un elegante hotel, donde se reencuentra con su pasado.

Michael Hoffman y Neil Tolkin presentan a un magnífico docente volcado, absolutamente, en sus alumnos y en hacer de ellos los hombres del mañana para que piensen, y sean conocedores de la verdad. Su caracterización es la del típico maestro que todo el mundo querría tener o quizá ha tenido. Se gana a los chavales con su prestigio y dedicación. Todos lo admiran y respetan. De hecho, por eso, también todos quieren participar en el concurso que organiza anualmente.

Una compleja decisión en su tarea educativa le pone en jaque a él y a otro alumno. A esto se dedica gran parte de la trama, así como a la reflexión que la acompaña: el fin nunca justifica los medios, aunque los puedas comprender.

Sin duda, se trata de un gran film para pensar y para analizar muchas de sus frases míticas. Para empezar, la que está en la nota de bienvenida: “Cambiar el carácter de un chico es cambiar el destino de un hombre”. Por tanto, el objetivo de la educación es modelar el carácter e, indirectamente, el futuro.

Otra frase mítica se verbaliza tras uno de los momentos problemáticos de Sedgewick con el profesor, que sale al paso con «la juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con la educación y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez… dura para siempre». Este nivel se mantiene hasta el final, en especial, y sin hacer revelaciones nada convenientes, con el personaje humilde de Martin.

Firma: Rosamaría Aguilar