Escape

Después de la espléndida El amor en su lugar, Rodrigo Cortés regresa con una propuesta imprevisible y desconcertante. Basada libremente en la novela homónima de Enrique Rubio y con Martin Scorsese como productor de la cinta, la historia sigue a un protagonista de nombre desconocido cuyo único deseo es borrar su identidad y entrar en prisión.

Así pues, la película parte ya de una premisa inusual que se va desarrollando capitularmente. Se podría decir que es una especie de Cadena perpetua a la inversa, pero con el ridículo de los gags carcelarios de Woody Allen en Robó, huyó y lo pescaron. Esa mezcla de estilos es tan solo la punta del iceberg de una esperpéntica obra que no es para todos los públicos y que, si se considera desde lo superficial, cae en lo absurdo.

No obstante, el film es muy autoconsciente y dentro de su humor, en muchos casos negro, se sabe reír de sí mismo y consigue así mantenerse en línea con su tono satírico. La agudeza de Cortés, que se muestra juguetón desde la realización hasta un divertido montaje, permite que se caiga en lo frívolo en algunos momentos y eleva las aportaciones de los peculiares personajes. Con estos se consigue mantener la atención de una trama con cuyo protagonista cuesta empatizar (por diversas razones, algunas de ellas intencionadas). Y, de esta manera, obtenemos momentos increíbles como las escenas de José Sacristán como juez.

Tras todo el disparate, se puede por eso extraer una crítica a la organización sistémica o los poderes que rigen nuestra sociedad y cómo ésta provoca que, tal como algunos definen al personaje de Mario Casas, algunas personas acaben como “productos desgraciados de una sociedad enferma”. La falta de seriedad en estos asuntos permite que no quede una sensación desesperanzadora, sino una posición suficientemente distanciada como para reflexionar sobre ello.

Firma: Yoel González