El novato

Rudi Rosenberg ha logrado en su primer largo como director y guionista una frescura y naturalidad poco habituales. Con experiencia sobre el tema de la adolescencia en algunos de sus cortometrajes, este cineasta galo se ha metido de lleno en el cogollo de esa etapa de transición vital: el deseo de sentirse aceptado.

Los ingredientes que ha mezclado con acierto son, por un lado, un guion que no busca repetir las señas más pasajeras de la adolescencia: las frases de moda, las marcas de ropa o la tecnología con la que se expresan. Por eso, en la película, se exploran los anhelos profundos y los modos de diversión y conexión con sus semejantes a través de lo que permanece en la adolescencia de todos los tiempos.

Por otro lado, Rosenberg ha logrado un casting envidiable, donde los pequeños actores logran muchos matices y representan con ternura y mucha comicidad ese patoso que todos llevamos dentro o ese descaro que esconde inseguridad.

Y finalmente, en algo que supone otra suma de elementos, el ritmo perfecto. Ni demasiado rápido ni demasiado lento. Con grandes gags, con réplicas realmente graciosas y con escenas que revelan ese dolor ante la soledad y la exclusión.

Sin embargo, en esta novatada late un ingrediente, el de la broma pasada de rosca, que supone una resta en lugar de una suma. ¿El motivo? Porque hacer un retrato concreto y universal (que es lo que se pretende) de esta fase de la vida no precisa precisa de tantas referencias a la pubertad como descubrimiento del sexo como algo lúdico. Estas bromas empañan el tono y descolocan y distraen al público de esa edad de lo principal y más valioso que encarna el film: en el viaje de crecer, cada persona necesita amigos, compañeros y sobre todo la amistad y la compañía de uno mismo, aceptándose tal y como uno es.

Firma: Lourdes Domingo