Aflicción

Estamos ante otra realización de uno de los más famosos guionistas norteamericanos: Paul Schrader. Colaborador de Martin Scorsese, Brian de Palma, Steven Spielberg y Sydney Pollack, entre otros, este autor cinematográfico ha vuelto a ponerse detrás de la cámara para ofrecernos una obra interesante, basado ahora en la novela de Russell Banks, Affliction (1989).

Rodada en escenarios naturales de Canadá –vecinos a los Grandes Rápidos, donde nació en 1946–, Schrader ha contado con una excelente interpretación del veterano James Coburn –en su papel de padre de Wade–, que ofrece un recital interpretativo junto a Nick Nolte –como el sufrido policía–, secundado con brillantez por Sissy Spacek y Willem Dafoe, que encarna al narrador y hermano del protagonista. Aflicción es una película profunda, pero que no logra satisfacer del todo las expectativas que despierta al público intelectual a la que va dirigida. Porque su director –que se doctoró en cine con una tesis sobre Dreyer, Ozu y Bresson– no va mucho más allá de la problemática humana que señala. Paul Schrader, conocido por sus creencias calvinistas, insiste en el tema de la redención (como hiciera en sus guiones de Taxi Driver o Toro salvaje) a través del dolor y de la muerte (como asimismo insistía en Blue Collar, American Gigoló y Mishima). Su retrato de personajes tortuosos es agudo, pero no apunta ningún tipo de trascendencia; prácticamente se queda en la mera introspección psicológica.

Tampoco profundiza aquí en su retrato de la América profunda, ni en el estudio de determinadas mentalidades contemporáneas. En cambio, su reflexión sobre la influencia de la infancia y la herencia familiar –que explotará, a modo de liberación clásica, en la catarsis final– resulta en parte conmovedora, pero no llega a calar en el ánimo del espectador, quien en momentos sufre el agotamiento de la premiosa narración. Con todo, su nuevo filme ha sido calificado como “un bello relato de amor y dolor”. Ciertamente, Affliction también habla de amistad y solidaridad, de opresión y libertad, de orgullo y resentimiento, de generosidad y pasión… –sin que Schrader caiga en fáciles concesiones, dentro de la amoralidad y dureza ambiental–; en definitiva, de culpa y de perdón. Es obvia, pues, la postura calvinista del realizador de Posibilidad de escape (1992). ¿Qué nos deparará este cineasta en lo que queda de siglo?

Firma: Josep Maria Caparrós

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