Matar al padre

La figura paterna, como nos descubre el título, es el eje central de esta tragicomedia refrescante y, a la vez, pesimista. Refrescante por sus personajes y las situaciones dramáticas llevadas a la orilla del desatino. Por su evolución singular verosímil. Y por un argumento costumbrista bien construido. Pesimista porque los habitantes de este título luchan en busca de una felicidad que se les escapa demasiado a menudo. Y, en especial, por su protagonista, un hombre atascado en un bucle de negrura.

Cuesta entrar en el universo de Jacobo Vidal pero, una vez dentro no puedes evitar querer saber más sobre su futuro. Este personaje despierta sensaciones parecidas a las que emana Jesús en Vergüenza (aunque no tan descaradas). No comprendes sus reacciones ni compartes sus modos y por eso quieres seguir su camino, para que te sorprenda. Sin embargo, en más de una ocasión, le dedicas algún insulto y, por supuesto, en la vida real ni te acercarías a una persona semejante.

El resto del reparto no desdice de su cabecilla y, mujer e hijos, deambulan entre lo detestable y lo inevitable. Así como la historia, que ofrece momentos brillantes (como la obra de teatro) y otros más socorridos (como el desengaño amoroso de Tomás). Destacan los compañeros fieles (Mireia, Iván y Leo) que acompañan y colorean con su marcada personalidad las historias subordinadas.

El humor rompe el clima dramático, pero también esconde la capacidad del ser humano para herir a otro –incluso hasta matar–, del egoísmo personal y de la fatalidad de buscar la dicha donde nunca se encuentra. Y con esto, llegamos al final del análisis de este título en el que predominan los errores (cuerdos o no), la angustia vital de las criaturas sin trascendencia y el fracaso de la voluntad y el esfuerzo sobre el incontrolable “azar”.

Matar al padre es un lugar en el que podemos pasar el rato, pero en el que no queremos vernos implicados, a pesar de percibir la importancia de la familia y del amor en doble sentido (el de ida y vuelta).

Firma: Mar Pons