The A list

El inicio de The A-list es francamente torpe. Con un estilo a lo Chicas malas, presenciamos la lucha sinsentido de dos adolescentes que quieren convertirse en las reinas del campamento de verano. Conseguir al chico guapo, ponerse el top más corto o maquillarse excesivamente son algunas de las técnicas que, aparentemente, llevarán a las dos protagonistas a alcanzar el éxito y la popularidad en la Isla Peregrine.

Si somos capaces de superar este extraño preámbulo que nos propone la serie (que proporciona suficientes motivos para abandonarla), de pronto se convierte en una propuesta algo más adulta. Una especie de Lost protagonizada por adolescentes en el que lo sobrenatural juega un papel muy importante.

Es así como, rebasados los primeros episodios, empezamos a ver ideas algo mejor planteadas. La historia deja de ser un drama de instituto y pasa a ser un thriller ágil y adictivo. Además, como los capítulos no sobrepasan los treinta minutos, la narración avanza muy rápidamente y es de fácil consumo.

Pero entre la lograda tensión y algún que otro susto que nos pillará desprevenidos se cuelan algunos aspectos que no consiguen convencer al público más crítico. Aparte del ya comentado singular inicio, entre el reparto –novel en su mayoría– detectamos un par de actuaciones postizas, especialmente en los papeles adultos. Además, la percepción del espacio y el tiempo no corresponde con la realidad y permite que, en pocos segundos, ocurran más cosas de las que realmente podemos vivir, decisión que provoca que el espectador se pierda los detalles de la historia.

Por otro lado, para aquellos que la trama les atrape y terminen la primera temporada, la segunda se convierte de visionado obligado. No solo para ver cómo continua la narración, sino para entender qué es lo que ha pasado, ya que quedan muchas preguntas –demasiadas– sin resolver.

Es por esto que esta propuesta se suma al listado infinito de series que no son dañinas ni perjudiciales, pero tampoco ofrecen entretenimiento de calidad para los jóvenes espectadores.

Firma: Júlia Nafría