Por trece razones (T2)

Poco hay que añadir a lo que ya se dijo en la primera temporada. Solo que, una vez más, el fangoso mundo de la adolescencia incontrolada y omnipresente (en adultos también) se convierte en el escenario de esta depresiva serie. Secretos, mentiras, venganzas, debilidades, apariencias y frases sin acabar son la chispa que despierta un argumento simplón y poco creativo (cansino, repetitivo, inverosímil, innecesario…).

Por no citar la manipulada versión que ofrece de la juventud, de los adultos y de las acciones sin consecuencias o con ellas, pero desorbitadas. El instituto es un infierno, los padres están encogidos, profesores parecen extraterrestres y los alumnos deambulan por un mundo sin normas ni límites. La tristeza, la (auto)compasión y el drama causan el exceso lacrimógeno que necesita esta serie para existir. Y la esperanza de encontrar algún valor que rescatar se desvanece a medida que se suceden los minutos.

Por trece razones es un espectáculo tóxico y, más aún, si la audiencia es la que se pretende: jóvenes crédulos y confiados. Existe una conocida máxima que afirma que el fin no justifica los medios y, para aquellos que opinan que esta serie aborda temas tabú importantes que se deben afrontar, lo único que podemos objetar (además de la sabiduría popular) es que sus guionistas eligen un camino insano y desesperanzador para hacer frente a la lacra de acoso escolar o, en esta segunda entrega, de los abusos sexuales. Es como querer rehabilitar a un alcohólico llevándolo a un bar de copas, un despropósito.

En el fondo, Por trece razones no es más que una historia del montón (con sexo, drogas y demás) que escoge un instituto como escenario, el drama como argumento y los estereotipos como protagonistas. Aprovecha las modas del momento y se enrosca sobre sí misma como una boa que constriñe el optimismo, la bondad, el autodominio y la felicidad hasta hacerlas desaparecer.

Firma: Mar Pons